Durante todo este tiempo, Gregorio había permanecido callado, inmóvil en el
mismo sitio en que lo habían sorprendido los huéspedes. La decepción por el fracaso de
su plan, y tal vez también la debilidad producida por el hambre, le hacían imposible el
menor movimiento. No sin razón, temía que se desencadenara de un momento a otro una
reacción general contra él, y esperaba. No siquiera se sobresaltó con el ruido del violín,
que cayó del regazo de la madre a causa del temblor de sus manos.
- Queridos padres –dijo la hermana, dando, a modo de introducción, un fuerte
puñetazo sobre la mesa–, esto no puede seguir así. Si vosotros no lo queréis
ver, yo sí. Ante este monstruo, no quiero ni siquiera pronunciar el nombre de
mi hermano; y, por tanto, sólo diré que hemos de librarnos de él. Hemos
hecho todo lo humanamente posible para cuidarlo y soportarlo, y no creo que
nadie pueda hacernos el menor reproche.
- Tienes toda la razón –dijo el padre.
La madre, que aún no podía respirar bien, comenzó a toser ahogadamente, con la
mano en el pecho y los ojos extraviados como una loca.
La hermana corrió hacia ella y le sostuvo la cabeza.
Al padre, las palabras de la hermana parecían haberle movido a reflexión. Se
había incorporado en el sillón, jugaba con su gorra de ordenanza por entre los platos de la
cena de los huéspedes y de vez en cuando dirigía una mirada a Gregorio, impertérrito.
- Hay que deshacerse de él –repitió, por último, la hermana al padre, pues la
madre, con su tos, no podía oír nada–. Esto acabará matándonos a los dos. Cuando hay que trabajar como nosotros trabajamos, no se puede soportar,
encima, una tortura como ésta. Yo tampoco puedo más.
Y se puso a llorar de tal forma que sus lágrimas cayeron sobre el rostro de la
madre, se las limpió mecánicamente con la mano.
- Hija mía –dijo el padre con compasión y sorprendente lucidez–. ¿Qué
podemos hacer?
La hermana se encogió de hombros, expresando así la perplejidad que se había
apoderado de ella mientras lloraba, en contraste con su anterior determinación.
- Si al menos nos comprendiese –dijo el padre en tono medio interrogativo.
Pero la hermana, sin cesar de llorar, agitó enérgicamente la mano, indicando con
ello que no había ni que pensar en tal posibilidad.
- Si al menos nos comprendiese –insistió el padre, cerrando los ojos, como para
dar a entender que él también estaba convencido de que era imposible–, tal
vez pudiéramos llegar a un acuerdo con él. Pero en estas condiciones...
- Tiene que irse –dijo la hermana–. No hay más remedio, padre. Basta que
procures desechar la idea de que se trata de Gregorio. El haberlo creído
durante tanto tiempo es, en realidad, la causa de nuestra desgracia. ¿Cómo
puede ser Gregorio? Si lo fuera, hace ya tiempo que hubiera comprendido que
unos seres humanos no pueden vivir con semejante bicho. Y se habría ido por
su propia iniciativa. Habríamos perdido al hermano, pero podríamos seguir
viviendo,, y su recuerdo perduraría para siempre entre nosotros. Mientras que
así, este animal nos acosa, echa a los huéspedes y es evidente que quiere
apoderarse de toda la casa y dejarnos en la calle. ¡Mira, padre –gritó de
pronto–, ya empieza otra vez!
Y con un terror que a Gregorio le pareció incomprensible, la hermana se apartó el
sillón, como si prefiriese abandonar a la madre que permanecer cerca de Gregorio, y
corrió a refugiarse detrás del padre; éste, excitado a su vez por la actitud de su hija, se
puso en pie, extendiendo los brazos ante Grete con gesto protector.
Gregorio no quería asustar a nadie, y mucho menos a su hermana. Lo único que
había hecho era empezar a dar la vuelta para volver a su habitación, y esto era lo que
había impresionado a los demás, pues, a causa de su deplorable estado, para realizar
aquel difícil movimiento tenía que ayudarse con la cabeza, apoyándola en el suelo. Se
detuvo y miró a su alrededor. Al parecer, su familia había captado su buena intención;
sólo había sido un susto momentáneo.